Opinión de Alberto Piris. La llamada guerra psicológica acompaña a los enfrentamientos humanos desde los más remotos orígenes. Está constituida por todas las acciones que, sin implicar violencia física ni causar víctimas, contribuyen a debilitar moralmente al adversario, confundiéndolo o desconcertándolo. Eso buscaban tanto las pinturas faciales o los penachos de algunos pueblos primitivos, como los altos morriones de los soldados napoleónicos o incluso los exagerados aspavientos con que los jugadores neozelandeses de rugby se calientan antes de cada encuentro.
Madrid, 06 Diciembre 2020, (Envío especial para El Informante Perú).- La llamada guerra psicológica acompaña a los enfrentamientos humanos desde los más remotos orígenes. Está constituida por todas las acciones que, sin implicar violencia física ni causar víctimas, contribuyen a debilitar moralmente al adversario, confundiéndolo o desconcertándolo. Eso buscaban tanto las pinturas faciales o los penachos de algunos pueblos primitivos, como los altos morriones de los soldados napoleónicos (los que llevaban en la mochila el bastón de mariscal) o incluso los exagerados aspavientos con que los jugadores neozelandeses de rugby se calientan antes de cada encuentro.
A principios de 1941 la prensa alemana anunciaba en exultantes titulares que ese año sería “el año de la victoria final”, según dictaba la Orden del Führer para las Fuerzas Armadas. A partir de junio, los ejércitos hitlerianos avanzaron espectacularmente y penetraron profundamente en el territorio soviético. Se daba por hecho que antes de concluir el año la URSS habría sido derrotada.
Pero el invierno ruso es implacable y, aunque los alemanes llegaron cerca de Moscú, a principios de diciembre el avance quedó frenado y exhausto y el ejército alemán se replegó a sus posiciones de invierno. Entonces entró en acción la guerra psicológica.
Durante todo el mes de diciembre, casi medio millón de octavillas imitando hojas de roble (véase la figura) fueron lanzadas por la aviación soviética sobre las tropas de Hitler. En todas ellas, además de una copia del triunfal fragmento de la prensa alemana arriba citado, dos frases en alemán contenían la bomba psicológica: “En Rusia, las hojas caídas cubren a los soldados caídos” “Y la nieve cubre las hojas que han cubierto a los soldados caídos”.
No es difícil suponer el efecto desmoralizador de esas octavillas sobre unos ejércitos tan convencidos de su fulgurante éxito que estaban mal preparados para soportar el frío invernal, la tenaz resistencia presentada por el enemigo y un embarrado campo de operaciones en el que se asfixió la poderosa máquina militar germana.
Ahora, casi 80 años después, damos un salto en el tiempo y pongo a la consideración del lector lo que podría ser el equivalente actual de aquellas hojas de roble que cayeron sobre los soldados nazis: los innumerables tuits de Trump (más de 46.000 desde 2009). Los ha hecho llover a raudales sobre el pueblo estadounidense, sometiendo a gran parte de la población a una especie de lavado de cerebro que -hay que reconocerlo- le ha proporcionado el mayor número de votantes jamás obtenido por ningún anterior presidente en ejercicio.
Por muchos análisis que puedan elaborarse sobre los motivos que han llevado a casi 73 millones de ciudadanos a desear la continuidad del actual presidente, hay que reconocer su eficacia en el manejo de la guerra psicológica, acertando con unos mensajes orientados específicamente a los grupos de personas sobre los que más efecto habrían de producir.
Las redes sociales han venido para quedarse y, si no surge alguna revolución tecnológica que modifique radicalmente su modo de funcionar, van a formar parte indispensable de esas guerras psicológicas que siempre han marchado paralelamente a las otras, las que producen destrucción, sangre y víctimas.
Y son esas redes las que más daño pueden hacer al normal funcionamiento de las instituciones democráticas cuando en ellas la verdad y la mentira pueden desdibujarse sistemáticamente.
(*) General de Artillería en la Reserva y Diplomado de Estado Mayor.